
La herida abierta de Miriam Vallejo
La noche del 16 de enero de 2019, un silencio extraño se extendió por los caminos rurales que separan Villanueva de la Torre, en Guadalajara, del municipio madrileño de Meco.
A esa hora, una joven de 25 años, Míriam Vallejo Pulido, conocida por todos como “Mimi”, sacaba a pasear a sus cuatro perros. Era un gesto habitual, parte de su rutina diaria, un momento de desconexión en el que solo importaban el aire frío del invierno y la compañía de sus animales.
Míriam, alegre, responsable y amante de la vida, acostumbraba a ponerles collares luminosos a los perros para que no se perdieran en la oscuridad. Esa precaución casi doméstica fue uno de los últimos detalles que hablaron de ella con vida.

Minutos después, la joven sería atacada con una violencia inusitada. Recibió cerca de noventa puñaladas. No hubo oportunidad de defensa ni de huida: fue una agresión fulminante, desbordada, cuyo ensañamiento dejó atónitos a los investigadores.
Dos transeúntes hallaron su cuerpo y alertaron a los servicios de emergencia. La joven aún respiraba cuando llegaron los sanitarios, pero el alcance de las heridas hizo imposible salvarla. La imagen de aquella escena —los collares de los perros iluminando en la oscuridad, el cuerpo tendido en el suelo— quedó grabada en la memoria de los vecinos y en los archivos de la Guardia Civil.

Sospechas en casa
La investigación se centró de inmediato en su entorno más cercano. Como suele ocurrir en los crímenes violentos, se sospechó primero de quienes vivían con ella. El nombre de Sergio S. M., compañero de piso y pareja de una de sus mejores amigas, apareció pronto en los informes. En su ropa se encontraron restos de ADN de Míriam. Era, aparentemente, una prueba directa.

Sin embargo, las dudas surgieron desde el inicio. ¿Podía haberse transferido ese ADN de manera indirecta, al compartir lavadora y espacios comunes?
La defensa de Sergio sostuvo esa hipótesis y la convirtió en el eje de su argumentación. El propio volumen de violencia ejercida sobre Míriam hacía pensar en otra posibilidad: ¿podría una sola persona haber cometido semejante ataque, o era más verosímil que hubiese varios agresores?

La sombra de la sospecha cayó sobre Sergio durante años, pero las pruebas nunca fueron concluyentes. En 2022, la jueza instructora levantó la imputación contra él y otro sospechoso, y en 2023 el caso fue archivado provisionalmente. Para la familia de la víctima, aquello fue un segundo mazazo: primero la pérdida irreparable de su hija, después la sensación de que la justicia no llegaba.
Una investigación sin respiro
Aunque el procedimiento quedó paralizado, el recuerdo del crimen de Meco siguió vivo en la opinión pública. La brutalidad del ataque y la juventud de la víctima convirtieron el caso en un símbolo de lo inexplicable.
En Villanueva de la Torre, el nombre de Míriam se pronuncia todavía con una mezcla de tristeza y ternura. Se recuerda su entusiasmo, su amor por los animales, su carácter vitalista.

En 2025, seis años después de aquella noche, la Guardia Civil reabrió la investigación. La decisión se acompañó de una reconstrucción en el mismo descampado donde se halló el cuerpo. Participaron agentes de homicidios, especialistas en inspección ocular y perros adiestrados del servicio cinológico. El objetivo era claro: intentar recomponer cada detalle, cada movimiento, cada silencio de aquella noche.
La nueva línea de trabajo introdujo un cambio significativo: se descartó a Sergio como autor único del crimen.
Aunque durante años había sido el principal sospechoso, los investigadores asumieron que no existían pruebas sólidas contra él. Al mismo tiempo, la hipótesis de una autoría múltiple ganó fuerza. La violencia del ataque, su desproporción, parecía sostener esa idea.
Preguntas sin respuesta en el crimen de Meco
El caso sigue siendo un rompecabezas incompleto. No se conoce el móvil, no se sabe si el ataque fue premeditado o si se trató de un encuentro casual que se desbordó en violencia. Tampoco se ha podido esclarecer si hubo planificación o improvisación.
Lo único cierto es que Míriam perdió la vida en circunstancias tan brutales que cualquier explicación parece insuficiente.
Para su familia, el tiempo no ha cerrado las heridas. Cada aniversario del crimen es un recordatorio de la ausencia y de la falta de justicia. Reclaman respuestas, no solo para conocer quién fue, sino para poder comprender, aunque sea mínimamente, por qué alguien quiso arrebatarles a su hija de esa manera.
Más allá de los expedientes judiciales, lo que queda es la memoria de Míriam.
Sus amigos hablan de una joven que irradiaba vitalidad, que disfrutaba de las pequeñas cosas, que soñaba con un futuro todavía abierto. Amaba a sus perros, que la acompañaron hasta el último instante, y cuidaba de ellos con la misma devoción con la que cuidaba de los suyos.
El crimen de Meco no es solo un caso sin resolver en los archivos de la justicia española. Es también una herida social que pone en evidencia los límites de la investigación, las dificultades de probar una verdad en los tribunales y la crudeza de aceptar que, a veces, la violencia no encuentra un culpable inmediato.
Seis años después, la reapertura de la causa ha devuelto una tenue esperanza de que, algún día, la oscuridad de aquella noche se ilumine con respuestas. Hasta entonces, el recuerdo de Míriam sigue caminando por los campos de Meco, como un eco de vida que resiste frente al silencio.
